El andén 5
Post: 15/05/2024


El Andén 5
—Es en el andén cinco, a las diecisiete y cuarenta parte el tren a Punta del Este. Ni un minuto antes ni un minuto después—. Esas habían sido las palabras textuales de Jeremias cuando le entregó el bolso. El mismo que ahora apretaba contra su pecho mientras apuraba el paso entre la muchedumbre de la estación. Lo debía ocultar en la casa de su tía abuela que vivía en el Este, allí debajo de la cama del que había sido su dormitorio de niña, las tablas sueltas dejaban un espacio lo suficientemente grande para ocultarlo y que nunca más nadie supiera de él. Rafaela era una mujer joven, hermosa, de cabello rubio y ondulado que le llegaba a los hombros, de piel rosada y pecosa, su profunda mirada azul se contaminaba con el pigmento de la tristeza y el temor. Jeremias le había dicho que esta era su prueba de amor y ella lo asumió de esa manera. Ya faltaba poco para terminar el año y según él 1942 sería el trampolín para la libertad. Entonces para Rafaela todo tenía sentido, este era un acto prosaico de valentía por alguien que para ella era el motivo de su vida. Aunque todos le dijeran lo contrario, aunque él la hubiera inducido a que se convirtiera en una mendiga de afecto y amor, de encuentros furtivos, de charlas y sexo a escondidas. Él, para Rafaela, era el hombre que la había apoyado en su soledad y sentía una deuda insoluble y una atracción irresistible a su cuerpo, a sus ojos encapotados y oscuros, a su nariz golpeada. Mientras todos veían en Jeremías un hombre rústico, dudoso, lo que ella veía era un ser especial. Aunque tuviera que simular no conocerlo si se cruzaban con él del brazo de su esposa. Aunque terminara casi en un coma etílico en un antro apestado de mal vivientes o drogada en una habitación de hotel. Rafaela por sobre todo incrementaba la necesidad de Jeremías por el vacío que sentía en su vida cada noche al llegar sola a su casa. Aunque a veces se preguntara si eso era lo que realmente deseaba y luego lo justificara creyéndose dueña de sus actos. Aunque hubieran más mujeres aparte de ella y de su esposa, Jeremías de cualquier modo, ocuparía siempre un lugar muy importante en su mente y en su corazón.
Miró su diminuto reloj pulsera, faltaba un minuto para la partida del tren y a esa hora la estación de AFE hervía de gente, lo que sin dudas beneficiaba la situación. Agitada se detuvo frente a una entrada con dos altas columnas forjadas en hierro, que terminaban en un farol esférico en el que tenía inscripto el número del andén. Era el acceso al embarque y el seis tenía un cartel debajo que decía Minas y el cinco efectivamente otro similar en el que se leía Punta del Este. El portero, un hombre encorvado y gris le pidió el boleto y ella se lo dio. La gente ya estaba subiendo a los vagones, apurados porque faltaban segundos para la partida. Miró las primeras ventanillas con la esperanza de verlo, pero sabía que era imposible. Jeremías viajaba en ese momento a Brasil donde en un tiempo debían encontrarse. Era en Recife donde emprenderían una vida nueva, dejando atrás la oscuridad de los peores días de su vida. No quiso seguir escudriñando las ventanas por el temor de encontrarlo abrazado a otra mujer, aunque sabía que eso era imposible, él estaba muy lejos de allí. Entonces decidió no pensar en nada más, Jeremías le había dicho reiteradas veces que sus celos irracionales y sus arranques de mal humor por cosas que ella se imaginaba los estaban distanciando. No debía hacer más esas cosas que la llevaban a un lugar oscuro y confuso.
Rafaela apuró el paso intentando no llamar la atención. Al llegar a la puerta del vagón, justo antes de poner su pie en la escalinata, alguien la tomó de un brazo.
—Disculpe señorita —al instante quedó paralizada y el miedo no la dejó mirar atrás—. ¿Es usted Rafaela Bruno?Agitada, con su rostro húmedo y brillante, se volvió para ver quien la detenía. Eran dos hombres de trajes oscuros, uno de ellos con un gacho gris. —Por favor, no puedo perder mi tren. ¿A dónde me llevan?
—¿Usted quién es? —exhaló Rafaela con voz temblorosa—. Voy a perder mi tren si no me suelta —agregó en el momento que pudo liberar su brazo de la mano grande y fuerte que lo sostenía—.
—Somos policías y lamentablemente no va a poder viajar. Debe acompañarnos —aclaró con autoridad el hombre del sombrero—.
—Disculpe, no entiendo. ¿Por qué razón?
Y el segundo hombre, que la miraba fijo con cierto brillo en los ojos se animó a explicar.
—No se preocupe, sólo necesitamos hacerle algunas preguntas y luego se podrá marchar. Venga, acompáñenos.
Esta vez fueron los dos que la tomaron de los brazos, uno de cada lado y con firmeza la obligaron a caminar.
Los policías la condujeron deteniéndose junto a un banco en el que estaba él. Estaba allí sentado. ¿Estaba allí? Lo vio y no pudo comprender. ¿Era él? Tal vez no, en su mirada había algo distinto, una frialdad que la aterró y tal vez los nervios y la confusión la estaban haciendo imaginar. Sin dudas no era posible que estuviera ahí y dudó de sus sentidos, seguramente era su imaginación como él le decía. Pero la voz, el sonido de su voz la arrojó al frío de la realidad.
—En el bolso —señaló inquisidor Jeremías—. El arma la tiene en el bolso.
Y desde ese momento Rafaela, ya no pudo saber quién había empuñado el arma aquella noche. Entonces no supo si había sido ella la que disparó. O no.
Claudio Moreno.-