El Manuscrito Lilac
Post: 24/04/2024


“EL MANUSCRITO LILAC”
(Extractado)
Mar Negro, año de gracia 1413.
Humo y niebla se fundían en una masa espesa casi impenetrable. Un golpe grave como en el pecho de un gigante, fue precedido de una ventisca que dejó a la vista dos colosos buques cosidos por un abordaje cruel y salvaje. El espectáculo era macabro, por toda la proa se extendía una alfombra de carne humana hecha de cuerpos desgarrados por el acero. Entre esa masa indescifrable, uno por estar aún con vida se destacó. Se podía adivinar que era un hombre corpulento que desde la rodillas hacia abajo le faltaban ambas piernas. No era posible distinguir su rostro, cuando con esfuerzo lo despegó de aquella inmensa masa lubricada por la sangre e intentó mirar. El moribundo, de barba espesa y pómulos salientes no alcanzaba a percatarse de una herida que le dejaba casi todo el globo ocular izquierdo al descubierto. Juntó fuerzas y con gran esfuerzo por el dolor se arrastró hasta la borda. Allí, a pesar de estar más muerto que vivo, pudo trepar por las amarras y mirar en dirección al mar. A través de la neblina y el humo, pudo ver de manera intermitente a un hombre en un bote que se alejaba avanzando por las ondulaciones del mar. Era una figura esbelta y oscura, una silueta que se perdía en la oscuridad dejando tras de sí la estela macabra de su presencia. Las velas ondeaban oscuras como las alas de un murciélago sin obedecer las leyes del viento, revelando la naturaleza sobrenatural de aquello que se perdía en la distancia. De pronto comenzó a llover, fue justo cuando aquel ser macabro clavó su mirada en el moribundo. Sus ojos, esas dos cuencas negras como abismos describieron el mal de su esencia. El cuerpo herido del pirata se estremeció. Era la muerte que lo miraba, un demonio oscuro que en su leve sonrisa revelaba el regocijo de una la maldad infinita. Entonces, desde lo más profundo de su ser exhalo las últimas palabras antes de caer definitivamente.
–¡Lilac Strigoï! ¡Diabolo Umbrae!
La sombra se desvaneció en la oscuridad y el mar, antojadizo de bravura, fue el único testigo de aquello que desde ese día deambularía entre los mortales.